sábado, 23 de mayo de 2015

Sudando el istmo.

A las once de la mañana arrancó un chaparrón, de esos que siempre nos hacen pensar en construir un arca. Una señora colombiana y buenamoza quien atiende las labores del apartamento donde vive el amigo que me dio hospedaje, me sirvió de almuerzo pollo y unos vegetales deliciosos con aceite de coco.

Desde el piso treinta y pico, la increíble vista de toda la Avenida Balboa y del océano besando a cada rato la Cinta Costera, era una imagen borrosa por la lluvia. El Pacífico es un novio feo, gris y tímido, con mareas muy bajas que dejan ver un fondo de arena negruzca y que solo seduce si sé le mira desde  lejos o desde muy alto.

Me encontraba en Ciudad de Panamá porque perdí un vuelo de conexión y debía esperar el avión del día siguiente. No alquilé carro, lo cual me impedía salir a pasear en medio de aquel diluvio, entonces  con la mala intención de quedarme dormido, decidí echarme en un sofá a leer un libro mientras pasaba la lluvia.

Cuando me desperté eran más de las tres de la tarde. Bajé a la calle para recorrer la ciudad y al abrir la puerta del lobby recibí el golpe en la cara. No era posible adivinar los grados. El calorón era brutal. Caminé rápido hacia la calle y recordé un baño turco, que al entrar se siente como si el vapor formara cortinas invisibles, que se van apartando mientras uno se mueve.

Ya en la acera me enfoqué en los carros, en el policía de la esquina, en el gringo en guayabera desgastada con un celular viejo en la mano, quien vino por unos días para triunfar y al fracasar se quedó para siempre, en los taxis que hacían sonar la corneta antes de que la luz del semáforo cambiará, en el motorizado repartidor de pizzas, que cruzó frente a un carro lujoso y la mujer elegante que lo conducía tuvo que frenar de imprevisto y le gritó malas palabras que no pude oír.
Crucé  en la esquina del Hilton y subí por la Calle Aquilino de la Guardia, el edificio de Banesco está a mitad de la cuadra con un lobby en la planta baja lleno de cajeros automáticos. Seguí caminando y levanté la vista, vi un letrero a casi trecientos metros de altura, TowerBank, como si la mole de acero y cristales negros me advirtiera porqué el banco se llamaba así.

Una cuadra más adelante del lado izquierdo, estaban levantado otra torre de oficinas, ya sé que no hay más tierra en Ciudad de Panamá para construir otro edificio, pero a veces me pregunto, ¿Y habrá más cielo para rascar?, creo que tampoco. La empresa constructora instaló unas defensas para proteger a los peatones, en caso de que algún obrero descuidado se le ocurriera dejar caer un ladrillo y esto me hizo recordar Nueva York, bueno… digamos una acera de Nueva York.

Llegué hasta la Avenida Nicanor de Obarrio, la que todo el mundo llama Calle 50. El sudor empapaba mi camisa, alguna vez un amigo me contó una historia inventada y en la mitad me decía que esta calle había alcanzado el record Guiness como la avenida con más oficinas de bancos en el mundo entero, algo de verdad habría en aquella mentira.

Seguí caminando y en la próxima esquina al mirar a la derecha, vi a una cuadra el restaurant Beirut, donde sirven una comida árabe exquisita y en frente la fachada del Marriott Panamá, que aún con dignidad sigue compitiendo contra la desmedida oferta de cuartos de hotel en la ciudad. Aquel calor y la humedad no pueden ser tan malos, aún entre un edificio y otro la vegetación y el verde de los árboles en la ciudad eran alucinantes. Cuando se habla de flora y exuberancia debe ser aquello.

La acera se volvió una cuesta ascendente, como si el calor no fuera ya razón para hacer sudar a cualquier cristiano, pasé frente a una Farmacia Arrocha y me hizo pensar que era de las primeras, porque las nuevas sucursales lucen más modernas, aunque por dentro todas son lo mismo, una oferta interminable entre cosas que se necesitan y cosas que no.
Una cuadra más arriba llegué a la Vía España, entré en una sucursal de una empresa de telefonía celular, sentí llegar a un oasis en mitad del Sahara, no habían palmeras ni agua fresca, pero había aire acondicionado..! Me senté allí a descansar un rato y después que una empleada me preguntó por tercera vez si podía ayudarme en algo, ya me dio pena seguirle robando el asiento a los clientes, así que decidí salir. 

Justo en frente hay una estación del Metro, Iglesia del Carmen se llama, sin pensarlo mucho aproveché la oportunidad de mi paseo sin rumbo para conocer el sistema de trenes, bajé las escaleras recién construidas y me enfrenté a la máquina que dispensa tarjetas.
 “Meta un billete”, “Esta máquina no da cambio”, “El cambio se abona en su tarjeta”. “Retire su tarjeta”. Cuando se usa un sistema de Metro en el mundo ya todos los demás son fáciles. Dirección? Tomé hacia Albrook. Los panameños prácticamente acaban de inaugurar su Metro, pero parece que lo usaran de toda la vida, empleados del gobierno, obreros, estudiantes, señoras mayores, niños, todos subiendo y bajando con cara de expertos. Policías en todas la estaciones, hasta en los vagones, no viajando sino de servicio.

Toda escoba nueva siempre barre bien, el Metro de Panamá es nuevo y funciona de forma impecable, limpia, ordenada, los usuarios conocen las reglas, las respetan, los trenes llegan a tiempo, el sitio está lleno de cámaras de seguridad, de escaleras mecánicas y de letreros. Estoy seguro que la escoba seguirá barriendo bien, ya lo he visto en otras partes. En nuestros países la cultura del Metro ha domesticado a nuestros ciudadanos. 

En las calles la gente se comporta de una forma peculiar, lanza papeles en la vía, dice improperios, le quita el derecho de paso a los demás y demuestra ser incivilizada en forma recurrente. Eso sí, al bajar aquellas escaleras y entrar en una estación, todo es diferente. Una especie de chip toma el centro de control de la conducta y nos convertimos en ciudadanos ejemplares. Respetamos las reglas, esperamos detrás de la línea amarilla, cedemos el asiento a los ancianos, sujetamos el pasamano en la escalera, dejamos salir antes de entrar, y nunca pero nunca gritamos o hablamos en voz alta, es la cultura del Metro que nos transforma durante los minutos que dura  cada viajecito.

“Estación Santo Tomás, Lotería, estación 5 de mayo, estación final Albrook, por favor desalojen el tren”. Al salir el calor volvió a azotar. Agua en forma vapor me entró por la nariz y sentir  aquella densidad me hizo querer una escafandra que ayudara a respirar. Recordé el chiste de un amigo judío que vive en la ciudad y dice: “aquí en Panamá hay tres niveles de humedad: Humid, More Humid, and Oh my God!”.

La estación del Metro se integra al Terminal de Pasajeros de la ciudad a través de una pasarela que atraviesa por encima una autopista, ríos de gente iban y venían. Los que iban, bajaban por unas escaleras y conectaban con el sistema de transporte terrestre, principalmente operado con  autobuses que cubren rutas interurbanas a Vacamonte, Vista Alegre, La Chorrera, pequeñas ciudades que sirven de dormitorio a la capital. Uno de estos lugares se llama Arraiján, y hay quien dice que el nombre viene de castellanizar la indicación en inglés “at right hand”. No se extrañen, ya sabemos que la zona canalera fue territorio norteamericano durante casi cien años, donde la soberanía era igual que en las orillas del Potomac. Si ese fuera el origen real del nombre, me parece justo el desquite y el decir y escribir en puro español que la cosa está “arraiján”.

La caminata me dejó en medio del Allbrook Mall, un centro comercial que atiende a media  Panamá y  media Latinoamérica. Si metemos en una olla los tres centros comerciales más populares de la Florida, listo! ahí está el Allbrook. Tiendas, tiendas, cientos de tiendas; dólares, dólares, miles de dólares. En Panamá los precios están escritos en balboas, pero todo el mundo paga en dólares americanos. Piense en una marca, piense en un producto, allí está. Celulares, electrodomésticos, comida, computadoras, lencería, juguetes, farmacias, ropa, zapatos, lentes de sol, relojes, carteras, artículos deportivos, productos de belleza, diría una de mis primas quien es muy frívola: “todo lo que se necesita para ser feliz”.

Caminé por el mall, compré una camisa, un  par de zapatos, una gorra. Me dolían los pies, aquel lugar es inmenso. Entré en un restauran con barra, me senté y leí en el menú “Sancocho grande B/. 4.95”. La sopa estaba deliciosa. Pregunté por la receta y el mesonero me dijo: “…el culantro señor, el secreto está en el culantro”.

Regresé mis pasos y entré de nuevo al Metro, al colocar mi tarjeta en la máquina leí mi saldo, el costo me pareció razonable por el servicio. Me bajé en la estación que subí al inicio y volví a caminar la calle por donde fui. Era de noche y había oscurecido, me di cuenta que llevaba bolsas de compras, un reloj en mi muñeca, un celular y mi billetera en el bolsillo, pensé en tomar un taxi para evitar el riesgo de un asalto. Recordé que estaba en Panamá y no en Caracas, que esa zona de la ciudad era muy segura, no había nada que temer. Disfruté las cuadras de vuelta caminando, ya no hacía calor.

MH.

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