A las once de la
mañana arrancó un chaparrón, de esos que siempre nos hacen pensar en construir
un arca. Una señora colombiana y buenamoza quien atiende las labores del
apartamento donde vive el amigo que me dio hospedaje, me sirvió de almuerzo
pollo y unos vegetales deliciosos con aceite de coco.
Desde el piso
treinta y pico, la increíble vista de toda la Avenida Balboa y del océano
besando a cada rato la Cinta Costera, era una imagen borrosa por la lluvia. El
Pacífico es un novio feo, gris y tímido, con mareas muy bajas que dejan ver un
fondo de arena negruzca y que solo seduce si sé le mira desde lejos o
desde muy alto.
Me encontraba en
Ciudad de Panamá porque perdí un vuelo de conexión y debía esperar el avión del
día siguiente. No alquilé carro, lo cual me impedía salir a pasear en medio de
aquel diluvio, entonces con la mala intención de quedarme dormido, decidí
echarme en un sofá a leer un libro mientras pasaba la lluvia.
Cuando me
desperté eran más de las tres de la tarde. Bajé a la calle para recorrer la
ciudad y al abrir la puerta del lobby recibí el golpe en la cara. No era
posible adivinar los grados. El calorón era brutal. Caminé rápido hacia la
calle y recordé un baño turco, que al entrar se siente como si el vapor formara
cortinas invisibles, que se van apartando mientras uno se mueve.
Ya en la acera
me enfoqué en los carros, en el policía de la esquina, en el gringo en
guayabera desgastada con un celular viejo en la mano, quien vino por unos días
para triunfar y al fracasar se quedó para siempre, en los taxis que hacían
sonar la corneta antes de que la luz del semáforo cambiará, en el motorizado
repartidor de pizzas, que cruzó frente a un carro lujoso y la mujer elegante que lo
conducía tuvo que frenar de imprevisto y le gritó malas palabras que no pude oír.
Crucé en
la esquina del Hilton y subí por la Calle Aquilino de la
Guardia, el edificio de Banesco está a mitad de la cuadra con
un lobby en la planta baja lleno de cajeros automáticos. Seguí caminando y
levanté la vista, vi un letrero a casi trecientos metros de altura, TowerBank,
como si la mole de acero y cristales negros me advirtiera porqué el banco se
llamaba así.
Una cuadra más
adelante del lado izquierdo, estaban levantado otra torre de oficinas, ya sé
que no hay más tierra en Ciudad de Panamá para construir otro edificio, pero a
veces me pregunto, ¿Y habrá más cielo para rascar?, creo que tampoco. La
empresa constructora instaló unas defensas para proteger a los peatones, en
caso de que algún obrero descuidado se le ocurriera dejar caer un ladrillo y
esto me hizo recordar Nueva York, bueno… digamos una acera de Nueva York.
Llegué hasta la
Avenida Nicanor de Obarrio, la que todo el mundo llama Calle 50. El sudor
empapaba mi camisa, alguna vez un amigo me contó una historia inventada y en la
mitad me decía que esta calle había alcanzado el record Guiness como
la avenida con más oficinas de bancos en el mundo entero, algo de verdad habría
en aquella mentira.
Seguí caminando
y en la próxima esquina al mirar a la derecha, vi a una cuadra el restaurant Beirut,
donde sirven una comida árabe exquisita y en frente la fachada del Marriott
Panamá, que aún con dignidad sigue compitiendo contra la desmedida oferta
de cuartos de hotel en la ciudad. Aquel calor y la humedad no pueden ser tan
malos, aún entre un edificio y otro la vegetación y el verde de los árboles en
la ciudad eran alucinantes. Cuando se habla de flora y exuberancia debe ser
aquello.
La acera se
volvió una cuesta ascendente, como si el calor no fuera ya razón para hacer
sudar a cualquier cristiano, pasé frente a una Farmacia Arrocha y
me hizo pensar que era de las primeras, porque las nuevas sucursales lucen más
modernas, aunque por dentro todas son lo mismo, una oferta interminable entre
cosas que se necesitan y cosas que no.
Una cuadra más
arriba llegué a la Vía España, entré en una sucursal de una empresa de
telefonía celular, sentí llegar a un oasis en mitad del Sahara, no habían
palmeras ni agua fresca, pero había aire acondicionado..! Me senté allí a
descansar un rato y después que una empleada me preguntó por tercera vez si podía
ayudarme en algo, ya me dio pena seguirle robando el asiento a los clientes,
así que decidí salir.
Justo en frente hay una estación del Metro, Iglesia del
Carmen se llama, sin pensarlo mucho aproveché la oportunidad de mi paseo sin
rumbo para conocer el sistema de trenes, bajé las escaleras recién construidas
y me enfrenté a la máquina que dispensa tarjetas.
“Meta un
billete”, “Esta máquina no da cambio”, “El cambio se abona en su tarjeta”.
“Retire su tarjeta”. Cuando se usa un sistema de Metro en el mundo ya todos los
demás son fáciles. Dirección? Tomé hacia Albrook. Los panameños prácticamente acaban de
inaugurar su Metro, pero parece que lo usaran de toda la vida, empleados del
gobierno, obreros, estudiantes, señoras mayores, niños, todos subiendo y
bajando con cara de expertos. Policías en todas la estaciones, hasta en los
vagones, no viajando sino de servicio.
Toda escoba
nueva siempre barre bien, el Metro de Panamá es nuevo y funciona de forma
impecable, limpia, ordenada, los usuarios conocen las reglas, las respetan, los
trenes llegan a tiempo, el sitio está lleno de cámaras de seguridad, de
escaleras mecánicas y de letreros. Estoy seguro que la escoba seguirá barriendo
bien, ya lo he visto en otras partes. En nuestros
países la cultura del Metro ha domesticado a nuestros ciudadanos.
En las calles
la gente se comporta de una forma peculiar, lanza papeles en la vía, dice
improperios, le quita el derecho de paso a los demás y demuestra ser
incivilizada en forma recurrente. Eso sí, al bajar aquellas escaleras y entrar
en una estación, todo es diferente. Una especie de chip toma el centro de control de la
conducta y nos convertimos en ciudadanos ejemplares. Respetamos las reglas,
esperamos detrás de la línea amarilla, cedemos el asiento a los ancianos,
sujetamos el pasamano en la escalera, dejamos salir antes de entrar, y nunca
pero nunca gritamos o hablamos en voz alta, es la cultura del Metro que nos
transforma durante los minutos que dura cada viajecito.
“Estación Santo
Tomás, Lotería, estación 5 de mayo, estación final Albrook, por favor desalojen
el tren”. Al salir el
calor volvió a azotar. Agua en forma vapor me entró por la nariz y sentir
aquella densidad me hizo querer una escafandra que ayudara a respirar.
Recordé el chiste de un amigo judío que vive en la ciudad y dice: “aquí en
Panamá hay tres niveles de humedad: Humid, More Humid, and Oh my God!”.
La estación del Metro se
integra al Terminal de Pasajeros de la ciudad a través de una pasarela que
atraviesa por encima una autopista, ríos de gente iban y venían. Los que iban,
bajaban por unas escaleras y conectaban con el sistema de transporte terrestre,
principalmente operado con autobuses que cubren rutas interurbanas a
Vacamonte, Vista Alegre, La Chorrera, pequeñas ciudades que sirven de
dormitorio a la capital. Uno de estos lugares se llama Arraiján, y hay quien
dice que el nombre viene de castellanizar la indicación en inglés “at right
hand”. No se extrañen, ya sabemos que la zona canalera fue territorio
norteamericano durante casi cien años, donde la soberanía era igual que en las
orillas del Potomac. Si ese fuera el origen real del nombre, me parece justo el
desquite y el decir y escribir en puro español que la cosa está “arraiján”.
La caminata me
dejó en medio del Allbrook Mall, un centro comercial que atiende a media
Panamá y media Latinoamérica. Si metemos en una olla los tres centros
comerciales más populares de la Florida, listo! ahí está el Allbrook.
Tiendas, tiendas, cientos de tiendas; dólares, dólares, miles de dólares. En
Panamá los precios están escritos en balboas, pero todo el mundo paga en
dólares americanos. Piense en una marca, piense en un producto, allí está.
Celulares, electrodomésticos, comida, computadoras, lencería, juguetes,
farmacias, ropa, zapatos, lentes de sol, relojes, carteras, artículos deportivos,
productos de belleza, diría una de mis primas quien es muy frívola: “todo lo
que se necesita para ser feliz”.
Caminé por el
mall, compré una camisa, un par de zapatos, una gorra. Me dolían los
pies, aquel lugar es inmenso. Entré en un restauran con barra, me senté y leí
en el menú “Sancocho grande B/. 4.95”. La sopa estaba deliciosa. Pregunté por
la receta y el mesonero me dijo: “…el culantro señor, el secreto está en el
culantro”.
Regresé mis
pasos y entré de nuevo al Metro, al colocar mi tarjeta en la máquina leí mi
saldo, el costo me pareció razonable por el servicio. Me bajé en la estación
que subí al inicio y volví a caminar la calle por donde fui. Era de noche y
había oscurecido, me di cuenta que llevaba bolsas de compras, un reloj en mi
muñeca, un celular y mi billetera en el bolsillo, pensé en tomar un taxi para
evitar el riesgo de un asalto. Recordé que estaba en Panamá y no en Caracas,
que esa zona de la ciudad era muy segura, no había nada que temer. Disfruté las
cuadras de vuelta caminando, ya no hacía calor.
MH.
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