martes, 7 de abril de 2015

II.

II.
Gamboa nunca supo porque a aquel bendito pueblo le llamaban Las Trinitarias. Desde su llegada no había vista una mata ni mucho menos una flor con aquel nombre. Era tan solo un lugar  reseco, cuyo único jardín era el mantenido con férrea voluntad por la viuda López o la bruja López como él decidió bautizarla. En medio de aquel llano, sin ninguna actividad económica importante aquel caserío iba directo a la desaparición. Escucho decir que al otro lado del pueblo había un puesto de la Guardia Nacional como con 20 hombres que resguardaban la zona. Y pensó:
-Jodío está el guardia que manden pa’ ca, porque no sé a quién carajo ira a martillar, si en esta vaina se están muriendo de hambre.
En su segundo día ya conocía la bodega, la ferretería y el burdel. Y los tres establecimientos apestaban. En el último encontró varias mujeres regordetas y maltratadas, que al verlo entrar contonearon los nalgones apretados en unos pantalones de lycra brillante. Los pocos clientes del lugar solo venían a escuchar música y a beber, como si ya conocieran de memoria cada rincón de las anfitrionas y hubieran perdido cualquier interés. Después de la cuarta Polar, empezó a ver a la más morena de todas de lo más bonita. La invitó a bailar un merengue de esos nuevos de Elvis Crespo y después de los amapuches, ella lo llevó hasta el cuarto.
-Son veinte mil y no te lo chupo.
Le dijo como si estuviera hablando de lavar la ropa pero sin planchar. Gamboa se quitó la camisa y se tiró boca arriba en la cama, que hizo sonar una orquesta de resortes y recordó su primera vez…
Su primo Juan José con otro amigo, se lo llevaron sin decirle para donde. El se montó en el cajón de la camioneta pickup y arrancaron. Como a los veinte minutos  se desviaron de la carretera y entraron por un camino, después de pasar un portón consiguieron una redoma pequeña bordeada por cuatro o cinco cuchitriles, cada uno con un bombillo rojo en la entrada y dos o tres carros estacionado frente a cada casa. Ellos llegaron a la última en la que veía menos gente. Su primo se bajó del vehículo y viéndolo a él aún sentado, le dijo:
-Bájate guevón, ¿que estas esperando,  el  bus pa' Caracas?
Cuando entraron se dio cuenta de donde estaba, todavía era un muchacho pero tampoco tan pendejo para no saber a qué lo habían traído. Su primo y el amigo le brindaron una cerveza y lo dejaron solo en un rincón de la salita mientras cuadraban con las putas en la parte de atrás de la casa. Al final lo llamaron.
-Bueno primo, aquí es cuando la mona no carga más al monito, ya usted va a saber de verdad  pa’ que Dios le dio esas dos bolas.
Lo metieron en un cuarto caluroso con una camita individual y un ventilador de techo. Sintió una erección en su entrepierna y no supo si era de miedo o de ganas. En la penumbra vio entrar a la mujer de buen cuerpo y olorosa que contrastaba con el lugar y se alegró por su buena suerte. Cuando ella se acercó lo miró a la cara y en un acento colombiano y pesado que no era de la costa, le pregunto qué cuantos años tenía. Él mintió y le dijo que dieciséis, la mujer lo miró y le dijo:
-Bueno pues, yo me llamo Pilar, desvístase que hoy va a cumplir dieciocho.
Él obedeció en silencio y se sentó en la cama, ella también se quitó la ropa. Cuando empezó el manoseo ella retiró la mano y le pregunto:
-¿Como que dieciséis, si casi no tiene pelos en esa vaina?
Siempre fue un hombre lampiño, y aunque de muchacho eso lo acomplejaba un poco, ninguna de sus mujeres se quejó jamás. En aquel momento su estatura lo ayudaba, pero aquella zona despoblada estaba delatando sus catorce recién cumplidos. Y trato de excusarse:
-Bueno mire yo soy lampiño, es cosa de familia.
-¿Cosa de familia?, no sea embustero, que por aquí ya han pasado el padre suyo y todos sus primos y hermanos y yo seré puta pero corruptora no, así que pa' su casa y a esperar otro invierno.
Él le pidió que no se echara para atrás, y ante las ganas del muchacho y el dinero  ya cobrado. La mujer hizo su trabajo. Un trabajo bien hecho que mantuvo a Gamboa como pasajero fijo en el cajón de la camioneta durante mucho tiempo. Esa noche en Las Trinitarias, Gamboa extrañó a Pilar, aquella colombiana buena moza y aseada que conocía su oficio.
Después de terminar con la morena, se fue caminando hasta la pensión de la Viuda López y como esta se demoró en abrir la puerta, pensó que ya alguien le habría dicho que venia del burdel y la vieja estaría recogiendo sus maletas para echarlo por inmundo y pecador, pero la vieja  apenas se limitó a darles las buenas noches y a echar doble cerrojo a la puerta.
                Al otro día  se despertó temprano. En dos mordiscos se comió la arepa rellena con queso rallado que le ofreció la Viuda y un café sin azúcar y con olor a clavitos, que le supo a menjurje de brujerías. Salió a la calle principal del pueblo y mientras caminaba sin rumbo, se entretuvo pensando ¿Por qué El Viejo no había salido como una tromba a buscar a  la muchacha? ¿Por qué lo citó a escondidas en la oficina del administrador para darle instrucciones?
-Tráigamela Gamboa, tráigamela como sea, viva o muerta, pero eso sí, sin hacer bulla, que no hay nada peor que la vergüenza cuando uno está viejo. Y esta muchacha no va a hacer que yo baje la cabeza cuando le pase por el lado a cualquier bolsa del pueblo.
Esa quizás debió ser la razón. La vergüenza. Esa vergüenza y pena que se lleva dentro del alma. Esa importancia que le damos a  la opinión ajena, como si el vecino o el conocido nos dieran de comer y necesitáramos su aprobación para vivir nuestra vida. Esa, sería la única razón del viejo para no armar un sanplegorio, traerla arrastrando y darle una paliza en medio de la calle principal. Ya el viejo Colmenares tenía un problema: estaba viejo. Y con esa vaina ni el más pintao'. Dicen que lloró el primer día y la maldijo otros dos y al cuarto llamó a Gamboa.
Viva o muerta! le dijo entre dientes, bajito casi inaudible pero seguro de que le entendiera. Gamboa no era un santo, carajo! pero matar a la hija del patrón no era comerse un helado. Así que desde que salió a buscarla se propuso lo primero. Viva. Además seguía soñando con la muchacha, hermosa, trigueña, bonita... ¿Qué le vería a un idiota vendedor de seguros? Según le dijeron, la única característica que tenía el muchacho era esa: idiota. Pero al mismo tiempo pensó que no sería tan pendejo cuando se atrevió a llevarse a la hija de Felipe Colmenares, aunque también había la posibilidad de que hubiera sido ella quien se lo llevara a él.
Seguía caminando por el pueblo y al doblar la esquina de la plaza, la vio venir. Ese meneo era único, ese poner un pie delante del otro, un muslo delante del otro, un brazo delante del otro. Toda ella era única. ¿Qué podía hacer única a una muchacha pueblerina que ni siquiera había terminado el bachillerato? ¿Sería que veía mucha televisión e imitaba la sensualidad y las poses de las artistas de cine? Pero en ese caso tendría que haberse aprendido de memoria las películas de Marilyn Monroe. Y Gamboa entonces cayó en cuenta: se le parecía a Marilyn Monroe! Había visto dos o tres películas de ella y siempre después de cada película pasaba una semana con sudores. Nadie como Marilyn, nadie. Coño, que hicieran cien películas, con cien nuevas artistas de donde fueran, pero nadie como Marilyn Monroe, eso si fue una hembra. Una mujer capaz de decir con la pura mirada que si te acuestas con ellas irás al cielo y vendrás de vuelta.  En eso no tenía imitaciones, era única.
Pero algo tenía María Coromoto Colmenares de Marilyn y no era el color de la piel o el pelo rubio. Era ese saberse bien buena, ese  coqueteo, esa invitación siempre incumplida de “vamos a tirar”, que no sale de su boca sino de sus caderas. Y allí estaba, bajando por todo el medio de la calle, como si no hubiera roto un plato, con todo el sol de la mañana para ella sola y ese picardía en la cara de la muchacha que se está haciendo mujer a punta de hombre.
Gamboa se hizo el distraído y para que no lo viera, se metió en una quincalla polvorienta que solo tenía un estante con algunas cajas llenas de botones y unos rollos de encajes blancos que ya eran amarillos por los años de estar colgados. Esperó que a la muchacha no se le ocurriera venir a compra hilos y lo descubriera ahí parado sin una buena excusa que la de cumplir el encargo del viejo. Pero María Coromoto paso de largo, como sin rumbo fijo, como si anduviera en lo mismo que él, conociendo el pueblo y buscando su destino.  La voz lo sorprendió:
-¿Que se le ofrece?
Una señora gorda y sudorosa estaba justo a su lado y lo miraba con desconfianza, en un dos por tres se le ocurrió decir:
-No nada doña... Pero... ¿será que usted vende refrescos?
-Si como no… tengo maltas pero no están muy frías…  le provoca una?
Gamboa pidió la malta y siguió a la muchacha con la vista a través de  la ventana. La señora regreso de inmediato con la botella y no le apartaba la vista.
-Y usted, ¿anda de visita?
Gamboa quiso responder que esa vaina no era asunto de ella, pero apenas dijo:
-Si,… usted sabe,  trabajo.
Estaba seguro que la gorda debía ser de lo más chismosa y a lo mejor le daba información de la joven. Y a la segunda malta ya le había contado que el vendedor de seguros tenía una tía en el pueblo, que él también había nacido allí pero su madre se lo llevo chiquito para Caracas, que era hijo único y huérfano de padre, que se había sacado a esa muchacha de quien sabe dónde y se la encasquetó a la tía por una semana mientras le buscaba una casita en Turmero, que estaba planeando casarse, pero según ella  “ya pa’ que, si ya lo hecho hecho estaba”, que la muchacha no debía ser ninguna inocente porque pasaba tarde y mañana caminando por el pueblo y tenía a los hombres alborotados, que el tal Luis se había ido hacían dos días a trabajar y que el fin de semana debía estar de vuelta y que eso no era muy seguro porque vendía seguros y se la pasaba del tumbo al tambo, que tenía un carro nuevecito pero hacían dos meses lo chocó porque venía borracho por La Encrucijada y tropezó un camión y fue a dar a la cuneta y se volteó, que su hijo que es latonero le ofreció un buen precio pero él prefirió dejarlo en otro taller porque y que le dieron mejor precio y...   Aquella vieja era la vaina más habladora que hubiera existido. Cuando Gamboa logro escaparse ya sabía todo referente al tal Luis Amaya y a la mitad de la gente de aquel pueblo.
Las calles estaban llenas de gente y algunos carros. En pleno mediodía el calor era insoportable y no había rastro de la muchacha. Pero él ya sabía dónde encontrarla, gracias a la gorda de la quincalla casi conocía por dentro la casa de la tía alcahueta. Mientras caminaba hacia los teléfonos públicos, seguía pensando que le vería la muchacha a un bobo como ese. Llamaría al viejo para que le enviara una camioneta y más plata, porque no sabía qué carajo podía pasar en los próximos días. Y siguió pensando y suspirando:
-Ay Coromoto, ay Coromoto…


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