II.
Gamboa nunca supo porque a aquel bendito pueblo le llamaban
Las Trinitarias. Desde su llegada no había vista una mata ni mucho menos una
flor con aquel nombre. Era tan solo un lugar reseco, cuyo único jardín era el mantenido con
férrea voluntad por la viuda López o la bruja López como él decidió bautizarla.
En medio de aquel llano, sin ninguna actividad económica importante aquel
caserío iba directo a la desaparición. Escucho decir que al otro lado del
pueblo había un puesto de la Guardia Nacional como con 20 hombres que
resguardaban la zona. Y pensó:
-Jodío está el guardia que manden pa’ ca, porque no sé a quién
carajo ira a martillar, si en esta vaina se están muriendo de hambre.
En su segundo día ya conocía la bodega, la ferretería y el
burdel. Y los tres establecimientos apestaban. En el último encontró varias
mujeres regordetas y maltratadas, que al verlo entrar contonearon los nalgones
apretados en unos pantalones de lycra brillante. Los pocos clientes del lugar
solo venían a escuchar música y a beber, como si ya conocieran de memoria cada
rincón de las anfitrionas y hubieran perdido cualquier interés. Después de la
cuarta Polar, empezó a ver a la más morena de todas de lo más bonita. La invitó
a bailar un merengue de esos nuevos de Elvis Crespo y después de los amapuches,
ella lo llevó hasta el cuarto.
-Son veinte mil y no te lo chupo.
Le
dijo como si estuviera hablando de lavar la ropa pero sin planchar. Gamboa se quitó
la camisa y se tiró boca arriba en la cama, que hizo sonar una orquesta de
resortes y recordó su primera vez…
Su primo Juan José con otro amigo, se lo llevaron sin
decirle para donde. El se montó en el cajón de la camioneta pickup y arrancaron.
Como a los veinte minutos se desviaron
de la carretera y entraron por un camino, después de pasar un portón
consiguieron una redoma pequeña bordeada por cuatro o cinco cuchitriles, cada
uno con un bombillo rojo en la entrada y dos o tres carros estacionado frente a
cada casa. Ellos llegaron a la última en la que veía menos gente. Su primo se
bajó del vehículo y viéndolo a él aún sentado, le dijo:
-Bájate guevón, ¿que estas esperando, el bus
pa' Caracas?
Cuando entraron se dio cuenta de donde estaba, todavía era un
muchacho pero tampoco tan pendejo para no saber a qué lo habían traído. Su
primo y el amigo le brindaron una cerveza y lo dejaron solo en un rincón de la
salita mientras cuadraban con las putas en la parte de atrás de la casa. Al
final lo llamaron.
-Bueno
primo, aquí es cuando la mona no carga más al monito, ya usted va a saber de
verdad pa’ que Dios le dio esas dos
bolas.
Lo metieron en un cuarto caluroso con una camita individual
y un ventilador de techo. Sintió una erección en su entrepierna y no supo si
era de miedo o de ganas. En la penumbra vio entrar a la mujer de buen cuerpo y
olorosa que contrastaba con el lugar y se alegró por su buena suerte. Cuando
ella se acercó lo miró a la cara y en un acento colombiano y pesado que no era
de la costa, le pregunto qué cuantos años tenía. Él mintió y le dijo que dieciséis,
la mujer lo miró y le dijo:
-Bueno pues, yo me llamo Pilar, desvístase que hoy va a
cumplir dieciocho.
Él obedeció en silencio y se sentó en la cama, ella también
se quitó la ropa. Cuando empezó el manoseo ella retiró la mano y le pregunto:
-¿Como que dieciséis, si casi no tiene pelos en esa vaina?
Siempre fue un hombre lampiño, y aunque de muchacho eso lo
acomplejaba un poco, ninguna de sus mujeres se quejó jamás. En aquel momento su
estatura lo ayudaba, pero aquella zona despoblada estaba delatando sus catorce
recién cumplidos. Y trato de excusarse:
-Bueno mire yo soy lampiño, es cosa de familia.
-¿Cosa de familia?, no sea embustero, que por aquí ya han
pasado el padre suyo y todos sus primos y hermanos y yo seré puta pero
corruptora no, así que pa' su casa y a esperar otro invierno.
Él le pidió que no se echara para atrás, y ante las ganas
del muchacho y el dinero ya cobrado. La
mujer hizo su trabajo. Un trabajo bien hecho que mantuvo a Gamboa como pasajero
fijo en el cajón de la camioneta durante mucho tiempo. Esa noche en Las
Trinitarias, Gamboa extrañó a Pilar, aquella colombiana buena moza y aseada que
conocía su oficio.
Después de terminar con la morena, se fue caminando hasta
la pensión de la Viuda López y como esta se demoró en abrir la puerta, pensó
que ya alguien le habría dicho que venia del burdel y la vieja estaría
recogiendo sus maletas para echarlo por inmundo y pecador, pero la vieja apenas se limitó a darles las buenas noches y
a echar doble cerrojo a la puerta.
Al otro día se despertó temprano. En dos mordiscos se
comió la arepa rellena con queso rallado que le ofreció la Viuda y un café sin
azúcar y con olor a clavitos, que le supo a menjurje de brujerías. Salió a la
calle principal del pueblo y mientras caminaba sin rumbo, se entretuvo pensando
¿Por qué El Viejo no había salido como una tromba a buscar a la muchacha? ¿Por qué lo citó a escondidas en
la oficina del administrador para darle instrucciones?
-Tráigamela Gamboa, tráigamela como sea, viva o muerta,
pero eso sí, sin hacer bulla, que no hay nada peor que la vergüenza cuando uno está
viejo. Y esta muchacha no va a hacer que yo baje la cabeza cuando le pase por
el lado a cualquier bolsa del pueblo.
Esa quizás debió ser la razón. La vergüenza. Esa vergüenza
y pena que se lleva dentro del alma. Esa importancia que le damos a la opinión ajena, como si el vecino o el
conocido nos dieran de comer y necesitáramos su aprobación para vivir nuestra
vida. Esa, sería la única razón del viejo para no armar un sanplegorio, traerla
arrastrando y darle una paliza en medio de la calle principal. Ya el viejo
Colmenares tenía un problema: estaba viejo. Y con esa vaina ni el más pintao'.
Dicen que lloró el primer día y la maldijo otros dos y al cuarto llamó a
Gamboa.
Viva o muerta! le dijo entre dientes, bajito casi inaudible
pero seguro de que le entendiera. Gamboa no era un santo, carajo! pero matar a
la hija del patrón no era comerse un helado. Así que desde que salió a buscarla
se propuso lo primero. Viva. Además seguía soñando con la muchacha, hermosa,
trigueña, bonita... ¿Qué le vería a un idiota vendedor de seguros? Según le
dijeron, la única característica que tenía el muchacho era esa: idiota. Pero al
mismo tiempo pensó que no sería tan pendejo cuando se atrevió a llevarse a la
hija de Felipe Colmenares, aunque también había la posibilidad de que hubiera
sido ella quien se lo llevara a él.
Seguía caminando por el pueblo y al doblar la esquina de la
plaza, la vio venir. Ese meneo era único, ese poner un pie delante del otro, un
muslo delante del otro, un brazo delante del otro. Toda ella era única. ¿Qué
podía hacer única a una muchacha pueblerina que ni siquiera había terminado el
bachillerato? ¿Sería que veía mucha televisión e imitaba la sensualidad y las
poses de las artistas de cine? Pero en ese caso tendría que haberse aprendido
de memoria las películas de Marilyn Monroe. Y Gamboa entonces cayó en cuenta:
se le parecía a Marilyn Monroe! Había visto dos o tres películas de ella y
siempre después de cada película pasaba una semana con sudores. Nadie como Marilyn,
nadie. Coño, que hicieran cien películas, con cien nuevas artistas de donde
fueran, pero nadie como Marilyn Monroe, eso si fue una hembra. Una mujer capaz
de decir con la pura mirada que si te acuestas con ellas irás al cielo y vendrás
de vuelta. En eso no tenía imitaciones,
era única.
Pero algo tenía María Coromoto Colmenares de Marilyn y no
era el color de la piel o el pelo rubio. Era ese saberse bien buena, ese coqueteo, esa invitación siempre incumplida
de “vamos a tirar”, que no sale de su boca sino de sus caderas. Y allí estaba,
bajando por todo el medio de la calle, como si no hubiera roto un plato, con
todo el sol de la mañana para ella sola y ese picardía en la cara de la
muchacha que se está haciendo mujer a punta de hombre.
Gamboa se hizo el distraído y para que no lo viera, se
metió en una quincalla polvorienta que solo tenía un estante con algunas cajas
llenas de botones y unos rollos de encajes blancos que ya eran amarillos por
los años de estar colgados. Esperó que a la muchacha no se le ocurriera venir a
compra hilos y lo descubriera ahí parado sin una buena excusa que la de cumplir
el encargo del viejo. Pero María Coromoto paso de largo, como sin rumbo fijo,
como si anduviera en lo mismo que él, conociendo el pueblo y buscando su destino.
La voz lo sorprendió:
-¿Que se le ofrece?
Una
señora gorda y sudorosa estaba justo a su lado y lo miraba con desconfianza, en
un dos por tres se le ocurrió decir:
-No nada doña... Pero... ¿será que usted vende refrescos?
-Si como no… tengo maltas pero no están muy frías… le provoca una?
Gamboa
pidió la malta y siguió a la muchacha con la vista a través de la ventana. La señora regreso de inmediato
con la botella y no le apartaba la vista.
-Y usted, ¿anda de visita?
Gamboa
quiso responder que esa vaina no era asunto de ella, pero apenas dijo:
-Si,… usted sabe, trabajo.
Estaba seguro que la gorda debía ser de lo más chismosa y a
lo mejor le daba información de la joven. Y a la segunda malta ya le había
contado que el vendedor de seguros tenía una tía en el pueblo, que él también
había nacido allí pero su madre se lo llevo chiquito para Caracas, que era hijo
único y huérfano de padre, que se había sacado a esa muchacha de quien sabe dónde
y se la encasquetó a la tía por una semana mientras le buscaba una casita en
Turmero, que estaba planeando casarse, pero según ella “ya pa’ que, si ya lo hecho hecho estaba”,
que la muchacha no debía ser ninguna inocente porque pasaba tarde y mañana caminando
por el pueblo y tenía a los hombres alborotados, que el tal Luis se había ido
hacían dos días a trabajar y que el fin de semana debía estar de vuelta y que
eso no era muy seguro porque vendía seguros y se la pasaba del tumbo al tambo,
que tenía un carro nuevecito pero hacían dos meses lo chocó porque venía
borracho por La Encrucijada y tropezó un camión y fue a dar a la cuneta y se
volteó, que su hijo que es latonero le ofreció un buen precio pero él prefirió
dejarlo en otro taller porque y que le dieron mejor precio y... Aquella vieja era la vaina más habladora que
hubiera existido. Cuando Gamboa logro escaparse ya sabía todo referente al tal
Luis Amaya y a la mitad de la gente de aquel pueblo.
Las calles estaban llenas de gente y algunos carros. En
pleno mediodía el calor era insoportable y no había rastro de la muchacha. Pero
él ya sabía dónde encontrarla, gracias a la gorda de la quincalla casi conocía
por dentro la casa de la tía alcahueta. Mientras caminaba hacia los teléfonos
públicos, seguía pensando que le vería la muchacha a un bobo como ese. Llamaría
al viejo para que le enviara una camioneta y más plata, porque no sabía qué
carajo podía pasar en los próximos días. Y siguió pensando y suspirando:
-Ay Coromoto, ay Coromoto…
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