Apenas inició la caminata de subida por la colina, comenzó a sentir la humedad en su cuerpo. Se dio cuenta que desde aquel terrible incidente, en situaciones que alteraban su tranquilidad, una sudoración anormal le invadía y su frente se perlaba de unas gotas gruesas que mas parecían un rocío, como si estuvieran hechas de cristal y no de agua. Recordó de inmediato las punzadas en la lengua como si mil alfileres se clavaran en ella y revivió todo el horror de aquella noche. Sacudió la cabeza para alejar el mal recuerdo y trató de acelerar el paso, para ver si el esfuerzo despejaba su mente.
El carro había estado fallando desde hacía una semana y él en su desorganización constante, había estado posponiendo la visita al taller mecánico y solo lo lamentó, cuando se vio obligado a salir en este viaje urgente y el vehículo se había recalentado en medio de aquella carretera solitaria en la oscuridad de las diez de la noche. Siguió andando con esfuerzo por el estrecho camino de tierra y un sonido de golpe seco en la vegetación le provocó un sobresalto, “Una fruta que quizá cayó de un árbol” pensó.
Con cada paso el recuerdo regresaba vivo a su memoria, el ruido que acaba de escuchar rememoró aquel otro ruido que lo despertó en medio de la noche. El sonido de la cerradura de su apartamento saltando en pedazos y los murmullos que siguieron al de aquella puerta rota, parecían lejanos a los ruidos de esta noche en medio del campo. En su mente vio de nuevo entrar en su dormitorio, aquellos hombres, que le apuntaron con un arma, que le golpearon en el estomago haciéndolo quedar sin aire y luego en la mandíbula para dejarlo semiconsciente, mientras escuchaba como su esposa Mirta trataba de gritar, antes de que una bofetada la tumbara en la cama casi desnuda e indefensa en la penumbra de la habitación.
Conoció a Mirta en el último año de la carrera en la Escuela de Farmacia. Habían coincidido en varias clases pero ella siempre le pareció un poco tímida y hasta insignificante. De estatura mediana y de piel pálida, ella siempre se vestía de un modo sencillo, con el pelo recogido y usaba unos zapatos de goma que la acompañaron durante toda la universidad. Fue una tarde al salir de un examen, la primera vez que se sentó junto a ella en un jardín de la facultad y mientras fumaban un cigarrillo, hablaron de cómo les había ido en la prueba. Él la encontró divertida e inteligente y se dio cuenta de que había algo que le atraía hacia ella de forma especial. Al despedirse con un beso en la mejilla, se dio cuenta que era su aroma. Ese aroma, que lo atrajo el primer día que la tuvo cerca y que después, encontró en su cuello, debajo de sus brazos y en su entrepierna y lo hizo amarla con pasión. Un año después de la graduación se casaron en una boda sencilla y alegre en un domingo caluroso. Y al año siguiente bautizaron a José Antonio su único hijo, que desde que nació había sido siempre un niño llorón, con un apetito insaciable.
El llanto del niño llorando y aquella voz que amenazaba: “Que se calle el carajito o lo callo yo”, lo regresó a su recuerdo. Las voces venían de la habitación del bebé. Él seguía tirado en el piso de su cuarto, un nudo le apretaba las muñecas detrás de la espalda y otra cuerda le partía la boca en dos. Se dio cuenta de que no eran cuerdas sino corbatas. Le habían amarrado y amordazado con sus propias corbatas. Abrió los ojos y encontró la lámpara en la mesa de noche encendida. Aquellos hombres paseaban por su apartamento como en una fiesta. Oyó ruidos en su cocina y se dio cuenta de que cocinaban, bebían y hacían chistes de aquella situación. “Coño este guisquicito esta muy bueno mi pana”. “Fríete todos esos tequeños que hay filo”. “¿Y la jeva?” , “ahí esta con el chamo, ya yo la amansé”.
Las risas de borracho que siguieron esa última frase, le hicieron tratar de acercarse a la puerta. Como pudo, escupió la sangre que aun tenía en la boca. No se pudo levantar y camino de rodillas, golpeó la puerta con la cabeza y alguien vino y la abrió con violencia y el empujón lo tiró de espalda. Un puntapié en el abdomen y dos más en la cara y la cabeza, lo hicieron gemir de dolor. Vio la cara del agresor. Un bigote finito y una dentadura amarilla donde faltaban dos dientes y aquel rostro de animal lleno de alcohol, drogas y desvergüenza. Mas golpes y una nube de sueño y pesadez le hicieron delirar y comenzó a recriminarse, porque en vez de acercarse a la puerta, no buscó un teléfono para pedir ayuda. Estaba el teléfono fijo de la habitación y su celular debía estar en el bolsillo de su pantalón. Por momentos volvía en sí y sentía aun más ajustadas las corbatas alrededor de sus manos y de su boca. Se tranquilizaba al no escuchar gritos de su esposa ni el llanto del niño, pero de pronto, el pánico le invadió, con la idea de que pudieran haberles asesinado. Fue cuando sintió los mil alfileres en la lengua por primera vez y las gotas de sudor perlaron su frente, inmóviles, como pretendiendo quedarse allí para siempre.
Comenzó a balancear los brazos en forma exagerada para ayudarse a subir la cuesta. Sacó un pañuelo de su bolsillo y lo pasó varias veces por su frente, pero las gotas seguían allí, lo guardó nuevamente y recordó que fue en un programa de radio donde escuchó que el movimiento de los brazos hace más fácil las caminatas y las carreras. Miró su reloj y ya eran las diez y media de la noche, faltaban como seiscientos metros para llegar a la casa y tenía la camisa empapada en sudor, por un momento volteó para calcular el trecho andado. La luna comenzaba a salir y a lo lejos divisó la carretera y la salida de la curva donde había dejado el carro en la orilla de la vía. Las luces intermitentes del automóvil aún seguían funcionando. No sabía porque le había cruzado la idea de que en aquella casa a donde se dirigía, pudiera vivir un mecánico o alguien que le ayudara a reparar el vehículo. Con el recalentamiento del motor, una manguera se había roto y el radiador se quedó sin agua, seguir rodando el carro en esas condiciones hubiera fundido el motor.
Sintió que alguien se acercaba a su lado, Mirta lo abrazó y entre sollozos solo le decía: “Armando mi amor… mi amor”. No quería abrir los ojos para no despertar, por un momento pensaba que era un sueño que su esposa estuviera a su lado hablándole. Cuando sintió que ella se levantaba, se volteó de inmediato y emitió un grito ahogado por la mordaza suplicando que no lo dejara, ella corrió hacia la sala y regresó tan rápido como pudo con un cuchillo de mesa, que fue lo único que encontró para cortar las corbatas. En ese momento él comenzó a hacer un esbozo del daño. Ella tenía un ojo hinchado que casi no podía abrir, el labio inferior roto, estaba mas pálida que nunca y un arañazo le cruzaba el cuello. Al verse libre la abrazó con fuerza y en el primer atisbo de realidad de aquella maldita pesadilla, él comenzó a sollozar como un niño que regresaba del fondo del mar, después de estar a punto de haberse ahogado.
Como pudo, se levantó sin dejar de abrazar a su esposa y de pronto casi la empujó para correr al cuarto del bebe, “¿Y el niño?” preguntó. “El está bien” fue su repuesta. El la miró de nuevo a los ojos y aunque sus oídos se cerraban a escuchar alguna respuesta, de inmediato le dijo: ”¿Que te hicieron?”. Su respuesta fue siempre la misma, esa noche y todas las otras veces que él volvía a preguntarle: “Estoy bien no pasó nada. Estamos vivos. Todo está bien”.
En el parte a la policía declararon haber sido encerrados los tres en el mismo cuarto, junto al bebe y cubiertos con una cobija. Que nunca vieron a sus agresores y que los golpes, el susto y las cosas robadas fue todo cuanto ocurrió.
Los malhechores se llevaron de su casa sus laptops de trabajo, el equipo de sonido, joyas, relojes, todo el efectivo que tenían y sus pasaportes. Armando recordaría, ante su ansiedad de llamar para pedir ayuda mientras estuvo amarrado, que lo primero que hicieron los delincuentes al llegar fue arrancar el cable del teléfono, encontrar y apagar los celulares, lo que eliminó desde el principio cualquier posibilidad de hacer una llamada de emergencia. Lo que no se pudieron llevar lo destrozaron. Con una hojilla cortaron la tela del sofá de la sala y los lienzos de los cuadros en las paredes, el licor que no consumieron lo tiraron al desagüe. Rompieron la colección de cerámica de gres que fue la pasión de Mirta desde adolescente. Se llevaron los dos maletines llenos de medicinas, que los esposos usaban a diario como vendedores de un laboratorio medico. Orinaron y defecaron en la cocina y en el medio del comedor. Y derramaron en el suelo todo los alimentos que encontraron en la alacena y en el refrigerador. Un vecino al ser interrogado, declaró el haber escuchado ruidos, pero pensó que era un pleito entre marido y mujer.
Mirta se negó a ir al hospital o al menos eso fue lo que siempre le dijo a él. Que todo estaba bien y que no había necesidad de ir al doctor. Se mudaron a casa de la mamá de ella mientras la domestica limpiaba el apartamento y se hacían las reparaciones de rigor. Se auto recetaron analgésicos de día y somníferos de noche y después de tres semanas, aislados y sin casi hablar con nadie, ni siquiera entre ellos. Volvieron al mismo apartamento con otros muebles, otros cuadros y otros colores de pintura en las paredes, tres cerraduras adicionales en la puerta y una nueva reja de seguridad.
Siguió subiendo la cuesta y sus sensaciones eran las mismas, al llegar a esta etapa de su propia historia, se reponía, se sentía aliviado como si lo peor hubiera pasado y recordaba las palabras de su esposa. “Estamos vivos. Todo está bien”. Pero él sabía que aquello no era verdad. Habían pasado cinco meses y no habían vuelto a hacer el amor. Ella tan retozona en la intimidad y quien siempre tomaba la iniciativa se mostraba aislada y fría. Lo que descubría la respuesta de Mirta cuando el preguntó “¿Que te hicieron?”. Hasta José Antonio, quien antes lloraba a cada rato por cualquier detalle, se había vuelto un niño distraído y quieto, como si no quisiera molestar a sus padres ante su infortunio.
Le exigió a su esposa que se tomara unos meses de descanso. Él reanudó su trabajo y la rutina de sus viajes. Las visitas de negocio a médicos y hospitales, le ayudaban a mantener la mente ocupada y a no pensar en cómo su vida había cambiado después de lo sucedido. Así que con una sola entrada de dinero en la casa, aceptaba los viajes más largos y los destinos más alejados donde le pagaban mejor. Eso también le permitía alejarse de casa y evitar mirar a su mujer a los ojos. Ambos perdieron muchas cosas aquella noche. Cosas que él creía no volver a recuperar jamás.
Al final del camino, vio la puerta de metal azul con la pintura manchada por el oxido y el descuido, y alumbrada por el único bombillo colgando de un cable, en la fachada de la casa de ladrillos sin frisar. Volvió a secarse inútilmente las gotas de sudor en la frente antes de llegar a la casa y tocó la puerta tratando de no hacerlo fuerte, para no asustar a los habitantes de la vivienda. Una voz de mujer que regresaba del sueño, preguntó con un gruñido de cuervo: “Que eeees”. Armando acercó la cara a la puerta y dijo “Buenas… señora me accidente en la carretera, ¿habrá por aquí algún mecánico?”. Por respuesta oyó el pasador de la puerta y vio media cara de la mujer a través de la rendija. “Ya va, espérese”, contestó la mujer que parecía más joven que su voz chillona y odiosa. Escuchó ruidos dentro de la habitación y sintió un olor a miseria y a sudores viejos que salía por la puerta de la casa. A los pocos minutos, un hombre alto, vestido con una franela sin mangas y despeinado, salió y en la claridad del bombillo le preguntó que donde estaba el carro. El levantó el brazo en un ademán para señalarle que había que bajar el cerro hasta la carretera, pero su brazo quedó suspendido en el aire cuando el hombre levantó bien la cara y en una mueca mostró un bigotito fino sobre una dentadura amarilla, donde faltaban algunos dientes.
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